viernes, 29 de abril de 2016

CHERNÓBIL

CHERNÓBIL, EL LABORATORIO DEL FIN DEL MUNDO
Los alrededores de la central nuclear se convirtieron hace 30 años en un banco de pruebas sobre los peligros de la radiación para las personas y la naturaleza
Hoy en día, la ciencia no ha decidido hasta dónde llegan los daños. La vida salvaje es allí es mucho más exuberante que en zonas no contaminadas y solo hay consenso sobre las enormes consecuencias sociales y económicas que tuvo el accidente


Un grupo de lobos es fotografiado en la zona de exclusión de Chernóbil, en 2014. Según algunos investigadores, la abundancia de vida salvaje es similar a la de parques naturales como el de Yellowstone 
El 25 de abril de 1986, a la 23.04 de la noche, hora local, el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil quedó fuera de control. Los técnicos del turno de noche trataron de contener la liberación de energía en el núcleo, donde el uranio estaba alimentando millones de reacciones en cadena, pero algunos fallos de diseño y algunos errores de los operarios lo impidieron. Cuando a las 23.40 se ordenó la parada de emergencia del reactor 4, ya no había nada que hacer. El núcleo no respondía a las contramedidas de los operarios y estaba tan caliente, que tenía una potencia 100 veces superior a la de los límites máximos de seguridad. Finalmente, a la 01.24 de la madrugada, se produjo una potente explosión de vapor que hizo saltar por los aires el escudo que protegía el reactor, a pesar de que alcanzaba las 2.000 toneladas. Desde aquel momento, se desató un infierno nuclear y la central de Chernóbil se convirtió en un auténtico ventilador capaz de dispersar material radiactivo en todas direcciones, como si se tratara de una bomba sucia.

 La explosión elevó el combustible nuclear, y los subproductos de las reacciones, hasta una altura de 1.200 metros. Los alrededores de la central fueron bombardeados por una rociada extremadamente nociva de polvo radiactivo, partículas finas (aerosoles) y gases. En las alturas la situación se complicó aún más. Los incendios que se produjeron en la central, y que duraron hasta el 5 de mayo, se aliaron con el viento y formaron una gigantesca pluma de aire contaminado que barrió la mayoría de los países de Europa. Según datos del UNSCEAR, en 10 días se liberó una cantidad de radiación 30.000 veces superior a la que soltaban cada año todas las centrales nucleares del mundo en ese año.
Las primeras víctimas: los bomberos
Los operarios y los bomberos trataron de impedirlo. Cerca de 600 personas lucharon para combatir los incendios, y quedaron expuestos así a unas dosis de radiación desorbitadas. Dos personas murieron inmediatamente, a causa de la explosión, y otras 28 murieron en los cuatro meses siguientes, a causa del síndrome de irradiación aguda. Los afectados sufrían náuseas, vómitos y diarrea, además de pérdida de leucocitos y de daños en la médula ósea que les dificultaban producir glóbulos rojos. La viuda de uno de los bomberos, decía en «Voces de Chernóbil», escrito por la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich, que su marido «empezó a cambiar: cada día veía a una persona completamente distinta Las quemaduras fueron aflorando, en la boca, la lengua, las mejillas. Al principio eran pequeñas heridas, pero luego se hicieron más grandes. Empezaron a caerse por capas, como una película blancuzca. (...) Cuando lo agarraba para levantarlo, se me quedaban trozos de su piel en las manos...». Al menos otras 134 personas sufrieron este síndrome, pero lograron sobrevivir. Eso sí, con la huella de la radiación en forma de quemaduras en la piel y cataratas en los ojos.



En el reactor 4, el calor era tan intenso que el combustible nuclear se fundió y derritió el armazón de hormigón que protegía la parte inferior. Como resultado de las reacciones, se formó una especie de lava volcánica extremadamente radiactiva que seguía liberando material contaminado. Las autoridades soviéticas trataron de enterrar el núcleo, vertiendo 5.000 toneladas de arena, grava y arcilla con la ayuda de helicópteros, pero con ello también aislaron el corazón ardiente de la central y ralentizaron su enfriamiento.
El 27 de abril, cuando el reactor aún estaba ardiendo y estaba abierto al exterior, la pluma radiactiva soltaba su carga mortal sobre Alemania Oriental. El 30 de abril llegaba al norte de Italia, y el 5 de mayo, los vientos provenientes del Sur llevaban el aire contaminado hasta Gran Bretaña, esquivando así a España y a Portugal. Pero, a medida que pasaban los días, los incendios y la actividad del núcleo del reactor 4 seguían elevando ingentes cantidades de material radiactivo hasta la atmósfera, con lo que el viento pudo seguir formando plumas contaminadas que dispersaron el material aún más.
Dentro de estas nubes, había un cóctel de muchas partículas radiactivas distintas, cada una de ellas con unas propiedades concretas y distinto poder tóxico. Todas ellas se caracterizaban por tener una vida media determinada, un parámetro que mide el tiempo que una partícula radiactiva tarda en degradarse como parte de su proceso natural de descomposición. Así, había partículas que se degradaban y dejaban de ser peligrosas en cuestión de segundos, pero había otras capaces de aguantar décadas. Entre las más duraderas, había isótopos (átomos que se diferencian en el número de neutrones de sus núcleos) de Cesio (el isótopo 137), de Estroncio (el 90), de Iridio (el 131) y de Plutonio (los 239 y 240).
Se extiende la plaga radiactiva
Todas estas partículas que fueron arrastradas por el viento llegaron al suelo en algún momento. Se depositaron sobre las hojas de las plantas, en los edificios y en los vehículos, y en otras ocasiones descendieron junto a la lluvia, que las sumergió en el suelo, donde las raíces, los microorganismos y los animales entraron en contacto con ellas. La parte más peligrosa quedó en los alrededores de Chernóbil, donde las partículas más pesadas, grandes y dañinas, quedaron desperdigadas en lo que hoy en día es una zona de exclusión de 30 kilómetros. Más allá de esta zona, Ucrania, Bielorrusia y Rusia sufrieron la acumulación de depósitos altamente activos. En total, una región de más de 150.000 kilómetros cuadrados, en la que vivían 5 millones de personas, quedó contaminada.
Cementerio de vehículos usados en las tareas de descontaminación de la central nuclear de Chernóbil- AFP
Pero no todas las zonas eran igual de peligrosas. Cuando la lluvia cayó sobre el polvo seco, aumentó la radiactividad de los residuos en unas 10 veces, por lo que las zonas más húmedas, como las montañosas, sufrieron más los efectos de la radiactividad. En los bosques, los árboles capturaron el polvo radiactivo, y los depósitos contaminados se hicieron allí más peligrosos que en zonas abiertas. En el agua dulce, como en el río Prípiat, un afluente del río Dniéper, y a su vez el río que suministraba a los tres millones de habitantes de Kiev, las partículas decantaron con el paso de las semanas, y quedaron atrapadas en los sedimentos del fondo.
Para tratar de contrarrestar la contaminación, las autoridades enviaron a 600.000 liquidadores, militares y civiles encargados de limpiar el reactor y los alrededores. Además, se evacuó a unas 116.000 personas solo en 1986, a las que se sumarían otras 230.000 en años sucesivos. Solo en Ucrania se sacrificaron a cerca de 14.000 cabezas de ganado posiblemente contaminado y se prohibió el consumo de agua del Dniéper en Kiev, pero la población rural no dejó de consumir verduras ni leche contaminada.
El bosque rojo: una arboleda de pinos muertos
De acuerdo con el informe de 2007 de la UNSCEAR, en los primeros veinte días tras el accidente, murió un número desconocido de ejemplares de las especies más sensibles a la radiación: mamíferos, aves, árboles, anfibios, reptiles, crustáceos e insectos. Los niveles de radiación en aquel momento en las cercanías de la central nuclear eran capaces de dañar el ADN y las proteínas de las células, produciendo mutaciones, enfermedades y, en ocasiones, la muerte.
Fue en este momento, cuando partículas muy radiactivas (con alto poder específico) procedentes de la central hicieron un daño masivo en la zona del «bosque rojo», donde los pinos murieron apenas tres semanas después del accidente, en una zona de cuatro o cinco kilómetros cuadrados. Fueron precisamente las agujas muertas de los pinos, que adquirían un tono rojizo, las que le dieron nombre al bosque. También se registraron daños menores en una zona de 120 kilómetros cuadrados.


Los pequeños invertebrados del suelo sufrieron daños muy graves, sobre todo porque los huevos y las larvas murieron, puesto que la contaminación coincidió con la etapa de reproducción tras el invierno. También aparecieron malformaciones. La presencia de invertebrados entre los 3 y los 7 kilómetros de distancia a la central se redujo en 30 veces. De hecho, se registraron drásticas caídas en la población de libélulas, abejas y mariposas. No fue hasta 1995 cuando estos animales comenzaron a recuperarse.
Curiosamente, no se documentó la presencia de mamíferos ni aves muertas inmediatamente después del accidente. Algunos investigadores documentaron después un aumento de la infertilidad de las golondrinas y la aparición de mutaciones que en algunos casos provocaron que desarrollaran picos deformes. Cerca de esta región, también se documentó la aparición de plantas mutantes de trigo. Por otro lado, entre 1989 y 1992 se descubrieron mutaciones en los sistemas reproductivos de los peces, que provocaron un aumento de la esterilidad en las carpas en el lago de refrigeración de Chernóbil, así como un incremento de aberraciones en células reproductivas de los peces, en el lago Blubokoye.
La radiactividad se hace crónica
Entre el verano y el otoño de 1986, las partículas radiactivas más inestables fueron degradándose, y fueron las más duraderas las que comenzaron a integrarse en el medio ambiente, ya que fueron transportadas a través de procesos físicos, químicos y biológicos: por ejemplo, las plantas absorbieron las partículas del aire y del suelo y las acumularon en su interior, desde donde luego también pudieron pasar a los herbívoros, y desde allí a los que se alimentaban de estos. Entre otras cosas, se descubrió un descenso de la población de pequeños mamíferos, y la presencia de casos de cáncer de tiroides en caballos y en vacas.
Un año después del accidente, los niveles de radiactividad bajaron y pasaron a depender sobre todo de una partícula muy estable, el isótopo 137 de Cesio, (cuya vida media está cerca de los 30 años). La mayor parte de estas partículas estaba acumulada en el primer centímetro del suelo o en los sedimentos presentes bajo las masas de agua dulce.


Imagen del bosque rojo, tomada en 2009. En el primer centímetro de suelo se concentran partículas del isótopo radiactivo 137 del Cesio
Para el año 1988, la zona del bosque rojo estaba siendo colonizada por hierbas, arbustos y árboles más tolerantes a la radiactividad. Ya en el 1991 los pinos comenzaron a crecer, aunque en su interior se siguieron encontrando huellas de daños por lo menos hasta 1995.
Comida radiactiva
En las primeras semanas tras el accidente, el isótopo 131 del Iridio se convirtió en el principal contaminante radiactivo para las personas de Bielorrusia, Rusia y Ucrania. En un principio no se alertó a los granjeros, y el consumo de leche contaminada con este isótopo se tradujo en un incremento del número de casos de cáncer de tiroides, según la UNSCEAR. Se cree que este efecto sobre todo afectó a las pequeñas granjas, porque en las colectivas las prácticas agrícolas que había dificultaron el proceso de la contaminación.
Tiempo después, las setas y las moras de los bosques, así como los peces de los ríos y los lagos, se convirtieron en una importante fuente del isótopo 137 del Cesio.
Llegan las víctimas humanas
Aunque la ciencia conoce bien los efectos de la intensa radiactividad que se liberó en Chernóbil sobre el medio ambiente, lo cierto es que los efectos sobre la salud de las personas aún no son del todo claros. Por ejemplo, algunos investigadores incluso dudan de que sea posible atribuir muertes al accidente, puesto que en el momento de lo ocurrido no se hicieron estudios capaces de analizar este hecho. En este sentido, algunos epidemiólogos han resaltado la enorme dificultad de asociar el cáncer al accidente de Chernóbil, puesto que esta enfermedad ya es la causa de la cuarta parte de las muertes en Europa y resulta difícil distinguir qué muertes se deben a una causa u a otra.
Otros estudios han informado de un aumento de las tasas de cáncer de mama y de enfermedades cardiovasculares, pero no han descartado que estos aumentos se hayan producido como consecuencia de la nutrición, del consumo de alcohol o del tabaquismo. Otros incluso han hablado del incremento de mutaciones genéticas en niños de padres afectados por el accidente, pero este tipo de efectos no se ha visto en niños de los supervivientes de los bombardeos atómicos sobre Japón, cuando en aquellos las dosis de radiación fueron superiores.

Uno de los puntos en los que sí existe consenso es en la aparición de cáncer de tiroides entre los niños que estuvieron expuestos a la radiación en 1986. De acuerdo con el informe de 2008 de la UNSCEAR, aparecieron 6.848 casos de cáncer de tiroides entre personas menores de 18 años en el momento del accidente, aunque otros estudios incrementan esta cifra. Entre todos estos, los informes de Naciones Unidas solo dan cuenta de 15 muertes asociadas al cáncer. Sin embargo, la organización ecologista Greenpeace, entre otras, denunció que las cifras de víctimas del accidente de Chernóbil eran muy superiores, y las situaban en torno a las 140.000 muertes en los 15 años posteriores a la explosión del reactor 4. Al mismo tiempo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó sobre el riesgo de que se produjeran 4.000 nuevas muertes en los próximos años a causa del cáncer.
El verdadero alcance de Chernóbil
La ausencia de estudios o de resultados concluyentes sobre el alcance de la catástrofe de Chernóbil no es prueba de que la fuga de los productos radiactivos no aumentaran la incidencia de cáncer u otras enfermedades, o de que produjera miles de muertes: es prueba de que los científicos no han llegado a un acuerdo ni han podido demostrar que así fuera. Tal como destacan algunos investigadores, en gran parte la controversia se debe a la complejidad de medir el alcance de los efectos perjudiciales a largo plazo en poblaciones expuestas a múltiples factores de riesgo, sin contar con las consideraciones políticas de partidarios y detractores de la energía nuclear.
«30 después del accidente vivimos con problemas graves de salud y seguimos comiendo productos contaminados», denunció a ABC Svitlana Shmagailo, una habitante de una aldea próxima a Chernóbil que vivió el accidente cuando tenía 12 años, y que fue invitada el pasado 20 de abril a España por Greenpeace para denunciar «el abandono de los supervivientes de Chernóbil». «No hay ayudas sociales del gobierno, ni para liquidadores, ni para inválidos ni para habitantes», se lamentó.
Maria Urupa , una de las personas residentes en la zona de exclusión, en el interior de su espartana casa- AFP
Lejos de la escasez de víctimas reconocidas oficialmente, la familia de Shmagailo parece representar un escenario distinto: «Mi primo y mi madre murieron de cáncer, mi hermano tiene cáncer. Mi madrina y mi hijo tienen enfermedades inumunologicas y mi hermana y yo tenemos problemas de tiroides».
Alcoholismo y depresiones
Junto a los daños sobre la salud que oficialmente produjo la catástrofe, y junto a aquellos que quizás estén escondidos en las estadísticas, la UNSCEAR ha destacado otro tipo de daño poco tangible: el psicológico. Este afectó tanto a 300.000 personas que fueron desplazadas como a las 270.000 que se quedaron viviendo en la zona contaminada.
El accidente, y la vida en una zona contaminada y deprimida económicamente, junto a la incertidumbre y la desesperanza, provocaron un aumento no mesurable de casos de depresión, ansiedad y cambios en el alcoholismo y en el tabaquismo, según la UNSCEAR. En este sentido, Svitlana Shmagailo explicó que junto a los problemas económicos, que impiden a muchas personas marcharse a otros lugares o dejar de consumir comida contaminada, hay familias con problemas de alcohol, divorcios y peleas.
Los lobos de Chernóbil
Lejos de todo problema humano, la zona de exclusión, a 30 kilómetros de la difunta central nuclear de Chernóbil, bulle de actividad. «Allí hemos tomado imágenes de tejones, lobos grises, mapaches, martas, comadrejas, zorros rojos, jabalíes, bisontes, ardillas rojas, ciervos...», explicó a través de correo elctrónico James Beasley, un investigador de la Universidad de Georgia (Estados Unidos), que dirige una investigación cofinanciada por la National Geographic Society para estudiar los efectos a largo plazo de la radiación sobre los lobos grises y otros mamíferos.
En este sentido, varios estudios científicos han sorprendido al mostrar la abundancia y el aparente buen estado de salud de los animales que viven en la zona de exclusión, que lleva 30 años libre de la presencia humana. Junto a los árboles creciendo en ciudades, las manadas de caballos y de lobos se extienden por allí como si se tratara de un peculiar edén post-radiactivo. «Una vez que entras en la zona no tienes que viajar más de unos kilómetros para darte cuenta de que hay poblaciones muy abundantes con muchas especies viviendo ahí. Allá donde mires hay huellas de vida salvaje. No es una sensación que haya tenido en ningún otro lugar, con la excepción de otras grandes reservas naturales como el Parque Nacional de Yellowstone», dijo Beasley.
Aunque aún no hay muchos estudios sobre el estado de salud real de estos animales, Beasley no ha encontrado evidencias de enfermedades o mutaciones. «Por lo que he visto, al menos en mamíferos, parece que los beneficios de la ausencia de personas superan a los perjuicios de la radiación. (...) Con esto no quiero decir que la radiación sea buena para la vida salvaje. Sino que, para muchas especies, los efectos de la actividad humana son peores que la radiación».
Bacterias mutantes
El biólogo español Mario Xavier Ruiz Gonzalez publicó un marzo de este año un artículo en la revista «Scientific reports» en el que presentaba a otro ser vivo que parece vivir mejor de lo previsto en Chernóbil: las bacterias. En concreto, encontraron a 20 tipos de bacterias que parecen haberse adaptado a vivir en ambientes sometidos a un nivel intermedio de radiación.
«Los efectos de la radiación sobre los seres vivos pueden quedar fácilmente enmascarados. La mayoría de las mutaciones que sufren no son letales y pueden permanecer escondidas. Además, las células (las bacterias incluidas) tienen sistemas de reparación para defenderse de estos errores imprevistos», explicó el investigador, para aclarar cómo pueden los seres vivos medrar en ambientes azotados por la radiación.
Entre otras cosas, se sabe que tanto plantas como microorganismos pueden favorecer la mutación de ciertos genes esenciales y relacionados con las condiciones desfavorables (estrés) que, en teoría, podrían dar lugar, con el paso de las generaciones, a plantas y bacterias más resistentes a la radiación. En relación con las bacterias resistentes, Ruiz González reconoció que el siguiente paso que querrían dar es buscar esos posibles mecanismos de defensa.
De catástrofe nuclear a reserva natural
Actualmente, viven en la zona de exclusión al menos 400 especies de vertebrados, 50 de ellas dentro de la lista roja europea de especies amenazadas. Allí se alimentan y viven raras especies como el águila de cola blanca o el águila moteada. Hay cientos de familias de castores y el caballo salvaje de Prezewalski, en peligro de extinción, ha logrado asentarse allí. Sin actividades como la caza, la agricultura, la construcción de carreteras o la tala de árboles, la naturaleza parece florecer con fuerza, incluso a pesar de la radiactividad.

El caballo de Przewalski, única subespecie salvaje de caballo que existe en la actualidad


«En los últimos años Chernóbil ha sido como un importante laboratorio en el que los científicos han podido entender cuáles son los efectos a largo plazo de la radiactividad», dijo James Beansley. Pero ha sido un banco de pruebas para mucho más que eso. La pérdida de vidas humanas y el sufrimiento que causó la explosión del reactor 4, y los efectos devastadores de la radiación sobre la naturaleza, son una herida aún abierta que puede servir para aprender de lo ocurrido. Y nunca olvidar el temible poder destructivo que tiene el hombre.

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