CHERNÓBIL, EL LABORATORIO DEL FIN DEL MUNDO
Los alrededores de la central
nuclear se convirtieron hace 30 años en un banco de pruebas sobre los peligros
de la radiación para las personas y la naturaleza
Hoy en día, la ciencia no ha
decidido hasta dónde llegan los daños. La vida salvaje es allí es mucho más
exuberante que en zonas no contaminadas y solo hay consenso sobre las enormes
consecuencias sociales y económicas que tuvo el accidente
El 25 de abril de 1986, a la
23.04 de la noche, hora local, el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil
quedó fuera de control. Los técnicos del turno de noche trataron de contener la
liberación de energía en el núcleo, donde el uranio estaba alimentando millones
de reacciones en cadena, pero algunos fallos de diseño y algunos errores de los
operarios lo impidieron. Cuando a las 23.40 se ordenó la parada de emergencia del reactor 4, ya no
había nada que hacer. El núcleo no respondía a las contramedidas de los
operarios y estaba tan caliente, que tenía una potencia 100 veces superior a la
de los límites máximos de seguridad. Finalmente, a la 01.24 de la madrugada, se
produjo una potente explosión de vapor que hizo saltar por los aires el escudo
que protegía el reactor, a pesar de que alcanzaba las 2.000 toneladas. Desde
aquel momento, se desató un infierno nuclear y la central de Chernóbil se convirtió en un auténtico
ventilador capaz de dispersar material radiactivo en todas
direcciones, como si se tratara de una bomba sucia.
La explosión elevó el combustible nuclear, y
los subproductos de las reacciones, hasta una altura de 1.200 metros. Los
alrededores de la central fueron bombardeados por una rociada extremadamente
nociva de polvo radiactivo, partículas finas (aerosoles) y gases. En las
alturas la situación se complicó aún más. Los incendios que se produjeron en la
central, y que duraron hasta el 5 de mayo, se aliaron con el viento y formaron
una gigantesca pluma de aire
contaminado que barrió la mayoría de los países de Europa.
Según datos del UNSCEAR, en 10 días se liberó una cantidad de radiación
30.000 veces superior a la que soltaban cada año todas las centrales nucleares
del mundo en ese año.
Las primeras víctimas: los
bomberos
Los operarios y los bomberos
trataron de impedirlo. Cerca de 600 personas lucharon para combatir los
incendios, y quedaron expuestos así a unas dosis de radiación desorbitadas. Dos
personas murieron inmediatamente, a causa de la explosión, y otras 28 murieron en los cuatro meses siguientes,
a causa del síndrome de irradiación aguda. Los afectados sufrían náuseas,
vómitos y diarrea, además de pérdida de leucocitos y de daños en la médula ósea
que les dificultaban producir glóbulos rojos. La viuda de uno de los bomberos,
decía en «Voces de Chernóbil»,
escrito por la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich, que su
marido «empezó a cambiar: cada día veía a una persona completamente distinta
Las quemaduras fueron aflorando, en la boca, la lengua, las mejillas. Al
principio eran pequeñas heridas, pero luego se hicieron más grandes. Empezaron
a caerse por capas, como una película blancuzca. (...) Cuando lo agarraba para
levantarlo, se me quedaban trozos de su piel en las manos...». Al menos otras
134 personas sufrieron este síndrome, pero lograron sobrevivir. Eso sí, con la
huella de la radiación en forma de quemaduras en la piel y cataratas en los
ojos.
En el reactor 4, el calor era tan
intenso que el combustible nuclear se fundió y derritió el armazón de hormigón
que protegía la parte inferior. Como resultado de las reacciones, se formó una
especie de lava volcánica
extremadamente radiactiva que seguía liberando material
contaminado. Las autoridades soviéticas trataron de enterrar el núcleo,
vertiendo 5.000 toneladas de arena, grava y arcilla con la ayuda de
helicópteros, pero con ello también aislaron el corazón ardiente de la central
y ralentizaron su enfriamiento.
El 27 de abril, cuando el reactor
aún estaba ardiendo y estaba abierto al exterior, la pluma radiactiva soltaba su carga mortal sobre Alemania Oriental.
El 30 de abril llegaba al norte de Italia, y el 5 de mayo, los vientos
provenientes del Sur llevaban el aire contaminado hasta Gran Bretaña,
esquivando así a España y a Portugal. Pero, a medida que pasaban los días, los
incendios y la actividad del núcleo del reactor 4 seguían elevando ingentes
cantidades de material radiactivo hasta la atmósfera, con lo que el viento pudo
seguir formando plumas contaminadas que dispersaron el material aún más.
Dentro de estas nubes, había
un cóctel de muchas partículas
radiactivas distintas, cada una de ellas con unas propiedades concretas y
distinto poder tóxico. Todas ellas se caracterizaban por tener una vida
media determinada, un parámetro que mide el tiempo que una partícula
radiactiva tarda en degradarse como parte de su proceso natural de
descomposición. Así, había partículas que se degradaban y dejaban de ser
peligrosas en cuestión de segundos, pero había otras capaces de aguantar
décadas. Entre las más duraderas, había isótopos (átomos que se diferencian en
el número de neutrones de sus núcleos) de Cesio (el isótopo 137), de Estroncio
(el 90), de Iridio (el 131) y de Plutonio (los 239 y 240).
Se extiende la plaga radiactiva
Todas estas partículas que fueron
arrastradas por el viento llegaron al suelo en algún momento. Se depositaron sobre las hojas de las
plantas, en los edificios y en los vehículos, y en otras ocasiones
descendieron junto a la lluvia, que las sumergió en el suelo, donde las raíces,
los microorganismos y los animales entraron en contacto con ellas. La parte más
peligrosa quedó en los alrededores de Chernóbil, donde las partículas más
pesadas, grandes y dañinas, quedaron desperdigadas en lo que hoy en día es una
zona de exclusión de 30 kilómetros. Más allá de esta zona, Ucrania, Bielorrusia
y Rusia sufrieron la acumulación de depósitos altamente activos. En total, una región
de más de 150.000 kilómetros cuadrados, en la que vivían 5 millones de
personas, quedó contaminada.
Cementerio de vehículos usados en
las tareas de descontaminación de la central nuclear de Chernóbil- AFP
Pero no todas las zonas eran
igual de peligrosas. Cuando la lluvia cayó sobre el polvo seco, aumentó la
radiactividad de los residuos en unas 10 veces, por lo que las zonas más
húmedas, como las montañosas, sufrieron más los efectos de la radiactividad. En
los bosques, los árboles capturaron el polvo radiactivo, y los depósitos
contaminados se hicieron allí más peligrosos que en zonas abiertas. En el agua
dulce, como en el río Prípiat, un afluente del río Dniéper, y a su vez el río
que suministraba a los tres
millones de habitantes de Kiev, las partículas decantaron con el paso de
las semanas, y quedaron atrapadas en los sedimentos del fondo.
Para tratar de contrarrestar la
contaminación, las autoridades enviaron
a 600.000 liquidadores, militares y civiles encargados de limpiar el
reactor y los alrededores. Además, se evacuó a unas 116.000 personas solo en
1986, a las que se sumarían otras 230.000 en años sucesivos. Solo en Ucrania se
sacrificaron a cerca de 14.000 cabezas de ganado posiblemente contaminado y se
prohibió el consumo de agua del Dniéper en Kiev, pero la población rural no
dejó de consumir verduras ni leche contaminada.
El bosque rojo: una arboleda de
pinos muertos
De acuerdo con el informe de
2007 de la UNSCEAR, en los primeros veinte días tras el accidente, murió un
número desconocido de ejemplares de las especies más sensibles a la radiación:
mamíferos, aves, árboles, anfibios, reptiles, crustáceos e insectos. Los
niveles de radiación en aquel momento en las cercanías de la central nuclear eran capaces
de dañar el ADN y las proteínas de las células, produciendo mutaciones,
enfermedades y, en ocasiones, la muerte.
Fue en este momento, cuando
partículas muy radiactivas (con alto poder específico) procedentes de la
central hicieron un daño masivo en la zona del «bosque rojo», donde los pinos murieron apenas tres semanas
después del accidente, en una zona de cuatro o cinco kilómetros
cuadrados. Fueron precisamente las agujas muertas de los pinos, que adquirían
un tono rojizo, las que le dieron nombre al bosque. También se registraron
daños menores en una zona de 120 kilómetros cuadrados.
Los pequeños invertebrados del suelo sufrieron daños muy graves,
sobre todo porque los huevos y las larvas murieron, puesto que la contaminación
coincidió con la etapa de reproducción tras el invierno. También aparecieron
malformaciones. La presencia de invertebrados entre los 3 y los 7 kilómetros de
distancia a la central se redujo en 30 veces. De hecho, se registraron
drásticas caídas en la población de libélulas, abejas y mariposas. No fue hasta
1995 cuando estos animales comenzaron a recuperarse.
Curiosamente, no se documentó la
presencia de mamíferos ni aves muertas inmediatamente después del accidente.
Algunos investigadores documentaron después un aumento de la infertilidad de
las golondrinas y la aparición de mutaciones que en algunos casos provocaron
que desarrollaran picos deformes. Cerca de esta región, también se
documentó la aparición de plantas mutantes de trigo. Por otro lado, entre
1989 y 1992 se descubrieron
mutaciones en los sistemas reproductivos de los peces, que provocaron un
aumento de la esterilidad en las carpas en el lago de refrigeración de
Chernóbil, así como un incremento de aberraciones en células reproductivas de
los peces, en el lago Blubokoye.
La radiactividad se hace crónica
Entre el verano y el otoño de
1986, las partículas radiactivas más inestables fueron degradándose, y fueron
las más duraderas las que comenzaron a integrarse en el medio ambiente, ya que
fueron transportadas a través de procesos físicos, químicos y biológicos: por
ejemplo, las plantas absorbieron
las partículas del aire y del suelo y las acumularon en su interior,
desde donde luego también pudieron pasar a los herbívoros, y desde allí a los
que se alimentaban de estos. Entre otras cosas, se descubrió un
descenso de la población de pequeños mamíferos, y la presencia de casos de
cáncer de tiroides en caballos y en vacas.
Un año después del accidente, los
niveles de radiactividad bajaron y pasaron a depender sobre todo de una partícula muy estable, el isótopo 137 de
Cesio, (cuya vida media está cerca de los 30 años). La mayor parte de
estas partículas estaba acumulada en el primer centímetro del suelo o en los
sedimentos presentes bajo las masas de agua dulce.
Imagen del bosque rojo, tomada en
2009. En el primer centímetro de suelo se concentran partículas del isótopo
radiactivo 137 del Cesio
Para el año 1988, la zona del
bosque rojo estaba siendo colonizada por hierbas, arbustos y árboles más
tolerantes a la radiactividad. Ya en el 1991 los pinos comenzaron a crecer,
aunque en su interior se siguieron encontrando huellas de daños por lo menos
hasta 1995.
Comida radiactiva
En las primeras semanas tras el
accidente, el isótopo 131 del Iridio se convirtió en el principal contaminante
radiactivo para las personas de Bielorrusia, Rusia y Ucrania. En un principio
no se alertó a los granjeros, y el consumo
de leche contaminada con este isótopo se tradujo en un incremento
del número de casos de cáncer de tiroides, según la UNSCEAR. Se cree que este
efecto sobre todo afectó a las pequeñas granjas, porque en las colectivas las
prácticas agrícolas que había dificultaron el proceso de la contaminación.
Tiempo después, las setas y las moras de los bosques, así
como los peces de los ríos
y los lagos, se convirtieron en una importante fuente del isótopo 137
del Cesio.
Llegan las víctimas humanas
Aunque la ciencia conoce bien los
efectos de la intensa radiactividad que se liberó en Chernóbil sobre el medio
ambiente, lo cierto es que los efectos sobre la salud de las personas aún no
son del todo claros. Por ejemplo, algunos investigadores incluso dudan de que sea posible atribuir muertes al
accidente, puesto que en el momento de lo ocurrido no se hicieron
estudios capaces de analizar este hecho. En este sentido, algunos
epidemiólogos han resaltado la enorme dificultad de asociar el cáncer al
accidente de Chernóbil, puesto que esta enfermedad ya es la causa de la cuarta
parte de las muertes en Europa y resulta difícil distinguir qué muertes se
deben a una causa u a otra.
Otros estudios han informado de
un aumento de las tasas de cáncer de mama y de enfermedades cardiovasculares,
pero no han descartado que estos aumentos se hayan producido como consecuencia
de la nutrición, del consumo de alcohol o del tabaquismo. Otros incluso han
hablado del incremento de mutaciones
genéticas en niños de padres afectados por el accidente,
pero este tipo de efectos no se ha visto en niños de los supervivientes de los
bombardeos atómicos sobre Japón, cuando en aquellos las dosis de radiación
fueron superiores.
Uno de los puntos en los que sí
existe consenso es en la aparición
de cáncer de tiroides entre los niños que estuvieron expuestos a la
radiación en 1986. De acuerdo con el informe de 2008 de la UNSCEAR, aparecieron
6.848 casos de cáncer de tiroides entre
personas menores de 18 años en el momento del accidente, aunque otros estudios
incrementan esta cifra. Entre todos estos, los informes de Naciones Unidas solo
dan cuenta de 15 muertes asociadas al cáncer. Sin embargo, la organización
ecologista Greenpeace, entre otras, denunció que las cifras de víctimas del accidente de Chernóbil eran muy superiores,
y las situaban en torno a las 140.000 muertes en los 15 años posteriores a
la explosión del reactor 4. Al mismo tiempo, la Organización Mundial de la
Salud (OMS) alertó sobre el riesgo de que se produjeran 4.000 nuevas
muertes en los próximos años a causa del cáncer.
El verdadero alcance de Chernóbil
La ausencia de estudios o de
resultados concluyentes sobre el alcance de la catástrofe de Chernóbil no es
prueba de que la fuga de los productos radiactivos no aumentaran la incidencia
de cáncer u otras enfermedades, o de que produjera miles de muertes: es prueba
de que los científicos no han llegado a un acuerdo ni han podido demostrar que
así fuera. Tal como destacan algunos investigadores, en gran parte la
controversia se debe a la complejidad
de medir el alcance de los efectos perjudiciales a largo plazo en
poblaciones expuestas a múltiples factores de riesgo, sin contar
con las consideraciones políticas de partidarios y detractores de la energía
nuclear.
«30 después del accidente vivimos con problemas graves de salud y
seguimos comiendo productos contaminados», denunció a ABC Svitlana Shmagailo,
una habitante de una aldea próxima a Chernóbil que vivió el accidente cuando
tenía 12 años, y que fue invitada el pasado 20 de abril a España por Greenpeace
para denunciar «el abandono de los supervivientes de Chernóbil». «No hay ayudas
sociales del gobierno, ni para liquidadores, ni para inválidos ni para
habitantes», se lamentó.
Maria Urupa , una de las personas
residentes en la zona de exclusión, en el interior de su espartana casa- AFP
Lejos de la escasez de víctimas
reconocidas oficialmente, la familia de Shmagailo parece representar un
escenario distinto: «Mi primo y mi madre murieron de cáncer, mi hermano tiene
cáncer. Mi madrina y mi hijo tienen enfermedades inumunologicas y mi hermana y
yo tenemos problemas de tiroides».
Alcoholismo y depresiones
Junto a los daños sobre la salud
que oficialmente produjo la catástrofe, y junto a aquellos que quizás estén
escondidos en las estadísticas, la UNSCEAR ha destacado otro tipo de daño poco tangible: el psicológico.
Este afectó tanto a 300.000 personas que fueron desplazadas como a las 270.000
que se quedaron viviendo en la zona contaminada.
El accidente, y la vida en una
zona contaminada y deprimida económicamente, junto a la incertidumbre y la
desesperanza, provocaron un aumento no mesurable de casos de depresión,
ansiedad y cambios en el alcoholismo y en el tabaquismo, según la UNSCEAR. En
este sentido, Svitlana Shmagailo
explicó que junto a los problemas económicos, que impiden a muchas personas
marcharse a otros lugares o dejar de consumir comida contaminada, hay familias
con problemas de alcohol, divorcios y peleas.
Los lobos de Chernóbil
Lejos de todo problema humano, la
zona de exclusión, a 30 kilómetros de la difunta central nuclear de Chernóbil,
bulle de actividad. «Allí hemos tomado imágenes de tejones, lobos grises,
mapaches, martas, comadrejas, zorros rojos, jabalíes, bisontes, ardillas rojas,
ciervos...», explicó a través de correo elctrónico James Beasley, un investigador de la Universidad de Georgia
(Estados Unidos), que dirige una investigación cofinanciada por la
National Geographic Society para estudiar los efectos a largo plazo de la radiación sobre los lobos grises y
otros mamíferos.
En este sentido, varios estudios
científicos han sorprendido al mostrar la abundancia y el aparente buen estado
de salud de los animales que viven en la zona de exclusión, que lleva 30 años libre de la presencia humana.
Junto a los árboles creciendo en ciudades, las manadas de caballos y de lobos
se extienden por allí como si se tratara de un peculiar edén post-radiactivo.
«Una vez que entras en la zona no tienes que viajar más de unos kilómetros para
darte cuenta de que hay poblaciones muy abundantes con muchas especies viviendo
ahí. Allá donde mires hay huellas
de vida salvaje. No es una sensación que haya tenido en ningún otro
lugar, con la excepción de otras grandes reservas naturales como el Parque
Nacional de Yellowstone», dijo Beasley.
Aunque aún no hay muchos estudios
sobre el estado de salud real de estos animales, Beasley no ha encontrado
evidencias de enfermedades o mutaciones. «Por lo que he visto, al menos en
mamíferos, parece que los beneficios de la ausencia de personas superan a los
perjuicios de la radiación. (...) Con esto no quiero decir que la radiación sea
buena para la vida salvaje. Sino que, para muchas especies, los efectos de la actividad humana son
peores que la radiación».
Bacterias mutantes
El biólogo español Mario
Xavier Ruiz Gonzalez publicó un marzo de este año un artículo en la
revista «Scientific
reports» en el que presentaba a otro ser vivo que parece vivir mejor
de lo previsto en Chernóbil: las bacterias. En concreto, encontraron a 20 tipos de bacterias que parecen haberse
adaptado a vivir en ambientes sometidos a un nivel intermedio de radiación.
«Los efectos de la radiación
sobre los seres vivos pueden quedar fácilmente enmascarados. La mayoría de las
mutaciones que sufren no son letales y pueden permanecer escondidas. Además, las
células (las bacterias incluidas) tienen
sistemas de reparación para defenderse de estos errores
imprevistos», explicó el investigador, para aclarar cómo pueden los seres vivos
medrar en ambientes azotados por la radiación.
Entre otras cosas, se sabe que
tanto plantas como microorganismos pueden favorecer la mutación de ciertos
genes esenciales y relacionados con las condiciones desfavorables (estrés) que,
en teoría, podrían dar lugar, con el paso de las generaciones, a plantas y
bacterias más resistentes a la radiación. En relación con las bacterias
resistentes, Ruiz González reconoció que el siguiente paso que querrían dar es
buscar esos posibles mecanismos de defensa.
De catástrofe nuclear a reserva
natural
Actualmente, viven en la zona de
exclusión al menos 400 especies de vertebrados, 50 de ellas dentro de la lista
roja europea de especies amenazadas. Allí se alimentan y viven raras especies
como el águila de cola blanca o
el águila moteada. Hay cientos de familias de castores y el caballo salvaje de Prezewalski, en
peligro de extinción, ha logrado asentarse allí. Sin actividades como la caza,
la agricultura, la construcción de carreteras o la tala de árboles, la
naturaleza parece florecer con fuerza, incluso a pesar de la radiactividad.
El caballo de Przewalski, única
subespecie salvaje de caballo que existe en la actualidad
«En los últimos años Chernóbil ha sido como un importante
laboratorio en el que los científicos han podido entender cuáles
son los efectos a largo plazo de la radiactividad», dijo James Beansley. Pero
ha sido un banco de pruebas para mucho más que eso. La pérdida de vidas humanas
y el sufrimiento que causó la explosión del reactor 4, y los efectos
devastadores de la radiación sobre la naturaleza, son una herida aún abierta
que puede servir para aprender de lo ocurrido. Y nunca olvidar el temible poder
destructivo que tiene el hombre.
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